Se nos fue el 2019. ¿Lo olvidaremos fácilmente en Costa Rica? No. Yo no olvido el año viejo porque nos dejó cosas muy buenas, como dice la popular canción de Crescendo Salcedo, interpretada con el ritmo personal y pegajoso de Tony Camargo: ‘me dejó una chiva, una yegua blanca, una burra negra y una buena suegra’. Yo estoy seguro de que la habrán escuchado más de una vez al morir el 2019. Parafraseándola, yo la recompondría así: nos dejó muchas reservas, una estabilidad muy chiva, una inflación muy blanda, un nuevo paradigma político, algunas páginas negras y, claro, una buena suegra (al menos, a algunos de Uds.).
Quienes deseen empaparse más puntualmente de los resultados económicos de Costa Rica en el año 2019 y bastantear las ‘pintas’ del 2020, podrían repasar los escarceos de mi colega y amigo, Norberto Zúñiga, publicados en esta misma sección en noviembre pasado (Adiós 2019, bienvenido 2020). Dice, en resumen, que los indicios más evidentes observados en el 2019 son “el favorable comportamiento del IMAE; el alza en la recaudación impositiva; las menores necesidades de financiamiento del Ministerio de Hacienda; la colocación de los eurobonos por $1,500 millones; los préstamos multilaterales aprobados; el incremento en las reservas monetarias internacionales; la estabilidad en las tasas de interés, el tipo de cambio y la inflación; el aumento de la inversión en obras de infraestructura; así como los proyectos aprobados para el ingreso a la OCDE y otros”. Yo agregaría que, también, hubo sinsabores, como la alta tasa de desempleo, el elevado déficit financiero en el gobierno central, la inclinación oficial por el endeudamiento externo que parece no cesar, y el ambivalente comportamiento de ciertas autoridades.
Sobre las perspectivas económicas y financieras para la economía costarricense del año 2020, Norberto las considera más halagüeñas. Afirma que los mejores ingresos de Hacienda, la captación de recursos externos y el holgado nivel de reservas “garantizará que las tasas de interés, el tipo de cambio y la inflación mostrarán estabilidad y no se vaticinan riesgos de sobresaltos, al menos para los próximos 12 meses”. Yo concuerdo con esta percepción y vaticinio. Sin embargo, más allá del bienvenido repunte de la economía en el 2020, pienso que el año viejo nos dejó algo muy trascendental: el giro político observado en la Asamblea Legislativa que permitió adoptar ciertos cambios en beneficio de la sociedad.
El sello inconfundible de este nuevo paradigma político, caracterizado por un compromiso con el país por encima de las banderas partidarias, representa un cambio de actitud impulsado por un un destacado grupo de legisladores de diversos partidos políticos que le dio más confianza al país. Si bien, no se tradujo de inmediato en mayores niveles de consumo e inversión, alejó la incómoda sensación de una crisis inminente. La mejor prueba de ello es que ya nadie corre a comprar dólares para preservar el valor real de sus activos financieros o simplemente especular con las divisas ante la expectativa de que subirían a corto plazo. La labor del Banco Central en ese proceso de aquietar a los mercados debe ser reconocida.
El nuevo paradigma político no es producto de cambios institucionales de carácter trascendental. No hemos migrado de un régimen presidencialista a otro parlamentario o semiparlamentario; tampoco se varió la forma de elegir a los diputados ni hubo una reforma estructural del Estado que alterara su forma de gestionar la cosa pública. Las reformas fueron más bien modestas, como la modificación al Reglamento Legislativo para agilizar la votación de proyectos de ley y reducir el tiempo destinado a las que otrora fueran interminables discusiones.
Estas reformas menores ayudaron, pero no es ahí donde recaen los méritos. Lo que veo distinto es un saludable cambio de actitud en los líderes de los principales partidos políticos, que han sabido anteponer sus diferencias partidarias en aras de un propósito común. He visto, también, una apertura ideológica hacia reformas técnicas que antes no se veían en los partidos convencionales, o eran simplemente rechazadas.
El presidente del Congreso, Carlos Ricardo Benavides, jugó un papel crucial en el 2019. No sólo facilitó la adopción de proyectos de envergadura, como el fiscal, sino que impulsó personalmente algunos de ellos, como la iniciativa para reformar el empleo público, aún pendiente de aprobación. Pero él, por más habilidoso que sea, no hubiera podido hacerlo soló. Necesitaba el concurso de los jefes y subjefes de fracción y de las demás curules para remar juntos. Dentro de su propio partido lo ayudaron mucho la talentosa jefa de Fracción, Sylvia Hernández, y la porteña Franggi Nicolás, coterránea de Carlos Ricardo.
En la Unidad Social Cristiana destacan por su labor la jefa de Fracción, María Inés Solís Quirós (mi distinguida parienta) y el guanacasteco Pedro Muñoz Fonseca, uno de los más acuciosos de la actual Asamblea Legislativa, reconocido por sus cuestionamientos a la CCSS, a las universidades públicas y al poder Judicial.
Ese cambio de actitud, sin embargo, no lo percibí tan claramente en otras instancias oficiales. Salvo pocas excepciones que luego voy a mencionar, la presidencia ha aceptado, a veces a regañadientes, las propuestas provenientes de otras tiendas o, incluso, de organismos internacionales, pero, ideológicamente, el PAC sigue siendo el PAC: estatista, desarrollista, intervencionista y sindical. Por esa razón, le ha costado tanto al gobierno cambiar las expectativas. La orientación económica –o, más precisamente, macroeconómica oficial- no provino precisamente de sus filas sino de figuras señeras importadas de otras tiendas, como Rocío Aguilar, Edna Camacho, Rodrigo Cubero y Rodolfo Piza, todos, salvo uno, actualmente en el exilio.
Los funcionarios extraídos de sus filas, principalmente del sector descentralizado, especialmente en la CCSS, dejaron una huella ambivalente en 2019. A ellos se suman los rectores de las universidades públicas y, también con ciertas ambivalencias, la cúpula del Poder Judicial.
Murió el 2019 y el 2020 está por nacer. Con él, veremos el inicio tempranero de un nuevo ciclo político. Eso nos lleva a la que, quizás, sea mi premonición principal: si bien, desde el punto de vista económico y financiero el 2020 será mejor que el año viejo, no así desde el punto de vista político. Tengo muchas reservas de lo que pueda suceder después del 1º de mayo. Si la presidencia legislativa recayera nuevamente en Carlos Ricardo Benavides, o lo sucediera en su puesto alguien como Pedro Muñoz, con el azogue de la bajura en las venas, podría, quizás, prolongarse un poco más el vuelo supremo de las reformas estructurales. Tal vez, la ministra de Planificación, Pilar Garrido, cuyo pensamiento me parece muy balanceado, alcance a plasmar en leyes o reglamentos algo de su visión reformadora. Pero, aun así, tengo entre pecho y espalda una espina que me oprime. Conforme se asiente más y más el período preelectoral, los vientos recios del 2019 irán perdiendo fuerza. Y entonces extrañaremos el ímpetu político del 2019, que recién acaba de expirar.
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